Estamos a 30 cuadras de la plaza Independencia. Es sábado a la siesta. A lo largo de 200 metros, a la vera del río Salí, se ve a tres grupos de chicos aspirando humo de sus pipas. Se hace difícil adivinar sus edades porque sus cuerpos están flaquísimos, las ropas holgadas y sucias. Luis se acerca. Tiene 17 años; hace tres que consume drogas, cuenta. Quiere dinero, como sea. Sus manos teñidas por la roña juegan. Dice que no ha encontrado nada ni para comer ni para vender. Camina rengueando y torpe. Parece caerse a cada paso. Se aproxima otro joven y lo lleva: es uno de los “soldaditos del paco”, como llaman en la Costanera a los adolescentes que “trabajan” haciendo delivery de droga en la zona.
Los “soldaditos” forman una red de vigilancia para los “transas”. Llevan bolsitas con 20 gramos de “paco” cada una. Como contrapartida, reciben una de cinco gramos para consumir. Algunos están armados, parados cerca de los puestos de venta. El que da estos detalles es José, un joven adicto de 26 años que nos acompaña en una recorrida por la Costanera, del lado de la capital.
En problemas
José fue uno de los primeros jóvenes de la zona que recibió ayuda para recuperarse, en 2009, después de que su madre y otras madres de la zona decidieron salir a pedir auxilio. Estuvo dos años internado en Córdoba, en una fundación religiosa que ayuda a drogodependientes. Cuando volvió a su casa, en 2011 otra vez empezó a consumir. Se internó de nuevo hasta mediados del año pasado. Y aún no puede alejarse de la droga.
Es alto y flaco. Aunque ahora está gordo si se compara cuando tenía 19 años y pesaba 42 kilos. “Empecé a consumir a los 16. En esos años había problemas en mi casa: mis padres se estaban separando. Yo estaba muy mal”, recuerda.
Probó casi todas las drogas. La peor, sin dudas, es el “paco”, dice. “La primera vez que consumí fue para probar. Pero quedé atrapado enseguida; es una sustancia muy adictiva, todavía no puedo deshacerme de ella. El efecto dura segundos y necesitás consumir cada vez más. Nunca te sentís bien. Te quita el hambre, el sueño. No podía pensar en otra cosa que no fuera eso”, detalla. “Uno deja todo por la droga; yo vacié mi casa y le robaba todo a mi mamá”, cuenta el joven, que vive junto a dos hermanos mayores y a su madre en el barrio Antena, en Alderetes. Tiene una hija de 10 años. La ve muy poco. Eso le duele, confiesa.
Después de su primer tratamiento, los médicos que lo vieron le explicaron que su sistema neurológico había sufrido un daño irreversible a raíz del consumo de drogas. “Me doy cuenta de los efectos. Ya no domina algunos sentimientos, soy impulsivo. Hasta sufrí una parálisis facial hace dos años. También tengo problemas para leer. Yo sabía leer bien”, describe.
- ¿Por qué volviste a consumir?
- Es que uno nunca se cura de esto. Cuando volví a mi barrio, ahí estaban mis amigos, y yo sin mucho qué hacer. Con las mismas angustias, sin trabajo.
José abandonó sus estudios secundarios, pero le gustaría volver a las aulas. “Lo que más quisiera, primero, es un empleo, aunque sea de barrendero. Yo se que puedo hacer un tratamiento ambulatorio, pero necesitaría trabajar para mantener la mente ocupada. He intentado muchas veces trabajar y nadie me da empleo por mis antecedentes: caí preso en tres oportunidades por robo. En estos momentos, el Estado me da una ayuda mensual de $ 850. Pero le digo la verdad, esa plata no sirve mucho”, dice.
- ¿Usaste ese dinero alguna vez para comprar drogas?
- No puedo decir eso (se ríe, baja la mirada).
José agradece a las madres que hayan denunciado lo que pasaba en la Costanera. “En estos cinco años me ayudaron mucho. Pero no alcanza: porque hay más droga en el barrio y falta empleo. La cosa está fea: empiezan cada vez más chicos a drogarse. Están embobados con los transas”, describe.
Y vuelve a hablar de él: “yo se que estoy arruinado. Peleo minuto a minuto contra la adicción. A veces pienso que puedo manejarla, pero paso días tirado debajo del puente, pierdo la noción del tiempo, no coordino. Vuelvo a casa con toda la piel negra de la mugre. Y ahí encuentro a mi mamá, que llora sin parar. Muchas veces me podría haber muerto”, dice mientras enciende su décimo cigarrillo. No para. Es uno tras otro. “Menos mal que fumo esto”, se consuela. Aunque admite que cuando se acabe ese paquete irá por algo más fuerte.